26 de febrero de 2007
Una locomotora se escapa del galpón y corre sola hasta el muelle de los elevadores
Esta es la anécdota estrella, y cada vez que Pedro la cuenta, explica que la locomotora se escapa porque los cilindros pierden y se llenan de agua y la máquina empieza a tomar presión sola, y que eso pasó no una sino varias veces, como con la 1564, que estaba frente a la estación a órdenes, en el año 63.
(Pero no me digan que no produce una cierta fascinación la idea de que la locomotora, como un bicho de hierro, haya podido ponerse en marcha sola y, abrasada por el calor del mediodía, haya salido corriendo, desesperada, hacia el mar).
22 de febrero de 2007
Pedro siempre habla de lo que recuerda, hasta el último detalle.
Una vez le pregunté: ¿hay algo de lo que te hayas olvidado alguna vez? De encontrarme una novia, me dijo. Y me contó que una vez, cuando trabajaba de cadete en una farmacia, se olvidó a dónde había llevado una balanza.
En otra ocasión quise saber de su familia en España, si siguió teniendo contacto, qué había pasado con su padre. Todo se vuelve impreciso de pronto: las fechas, los lugares, los motivos, los hechos. Y a ese punto ya desisto de pedirle que trate de ordenar y de que las cosas concuerden cuando menciona la guerra civil, fusilamientos, republicanos y franquistas, y fechorías:
No, no, de esas cosas no quiero acordarme.
21 de febrero de 2007
Lo que Pedro no recuerda
Aunque algunas veces falla.
El otro día los lentes, busca que te busca, estaban ahí no más. Y una vez llevé, en enero del año 54, una balanza de pesar pibes, (en ese tiempo las farmacias tenían balanza para pesar los bebés), la llevé a una casa a la calle Paraguay no puedo saber dónde era. Cuando ya dejé de trabajar en la farmacia, que iba siempre allá, la señora me decía: ‘Y Pedro, ¿te acordaste de la balanza?’, no, no pude saber a qué casa la había llevado, no sé, se me perdió en la nebulosa del tiempo.
20 de febrero de 2007
Archivo Caballero
En la casa de Pedro, como en su memoria, hay horror por el vacío. Banderines, fotos y recortes de diario cubren las paredes de madera de su casa: pegados con trozos de cinta blanca están “Casa Drysdale”, “los elevadores de chapa”, “el Viejo Ingeniero White”, “la Estación modelo”, “el tren en Pringles”, “estación White”, “Tren a Patagones”, “un jirón de historia ferroviaria”, “Puerto Galván”, “Elevadores de Galván”, “Bahía industrial”, “la Estación Noroeste”, una tarjeta de la Unión Ferroviaria, muchas, muchas fotos de locomotoras, de las de vapor de antes, y las diesel de ahora, un calco de Asturias, un calco de la AFA, una banderita argentina, Al mirar todo esto, Pedro, recorre, revive, reinventa la historia de White, de Bahía, del ferrocarril; y revive y reinventa su propia historia también: ahí están sus fotos de juventud sacadas en el Club Comercial cuando estaba en la comisión de fiestas, reuniones con compañeros ferroviarios, abrazado a algún personaje notable del fútbol y el recorte con la foto que salió en el diario el año pasado cuando ganó una línea de Cartón Lleno. En el centro hay un espejo donde podemos imaginar, se mira así mismo, de vez en cuando (hay fundadas razones para suponer que es el único de la casa).
Seguramente, cuando se para delante de su espejo, no es solamente su cara la que aparece en medio de ese marco rosa, sino también el hombre de voz profunda que anuncia los bailes en el club, y el que se sabe de memoria todos los números y los nombres de las locomotoras de vapor, y el destino de las diesel eléctricas, y el que se conoce como la palma de su mano todas las calles de White y de Bahía y el que se acuerda qué estaba haciendo a la hora exacta en que chocó ese tren todo retorcido que se ve por ahí.
Toda la pared es un espejo.