20 de febrero de 2007

Archivo Caballero



En la casa de Pedro, como en su memoria, hay horror por el vacío. Banderines, fotos y recortes de diario cubren las paredes de madera de su casa: pegados con trozos de cinta blanca están “Casa Drysdale”, “los elevadores de chapa”, “el Viejo Ingeniero White”, “la Estación modelo”, “el tren en Pringles”, “estación White”, “Tren a Patagones”, “un jirón de historia ferroviaria”, “Puerto Galván”, “Elevadores de Galván”, “Bahía industrial”, “la Estación Noroeste”, una tarjeta de la Unión Ferroviaria, muchas, muchas fotos de locomotoras, de las de vapor de antes, y las diesel de ahora, un calco de Asturias, un calco de la AFA, una banderita argentina, Al mirar todo esto, Pedro, recorre, revive, reinventa la historia de White, de Bahía, del ferrocarril; y revive y reinventa su propia historia también: ahí están sus fotos de juventud sacadas en el Club Comercial cuando estaba en la comisión de fiestas, reuniones con compañeros ferroviarios, abrazado a algún personaje notable del fútbol y el recorte con la foto que salió en el diario el año pasado cuando ganó una línea de Cartón Lleno. En el centro hay un espejo donde podemos imaginar, se mira así mismo, de vez en cuando (hay fundadas razones para suponer que es el único de la casa).

Seguramente, cuando se para delante de su espejo, no es solamente su cara la que aparece en medio de ese marco rosa, sino también el hombre de voz profunda que anuncia los bailes en el club, y el que se sabe de memoria todos los números y los nombres de las locomotoras de vapor, y el destino de las diesel eléctricas, y el que se conoce como la palma de su mano todas las calles de White y de Bahía y el que se acuerda qué estaba haciendo a la hora exacta en que chocó ese tren todo retorcido que se ve por ahí.

Toda la pared es un espejo.

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